jueves, abril 23, 2009

Harteante

El que nada sabe, que nada diga

Chocado de perrente con una doctrina (de pronto) elitista me veo abrumado por el pensamiento circular pero (parece ser) trascendental y doy mi voto: NO

Cansado de sentir una batahola de menjunjes que consienten con extrema benevolencia en una especie de perdón a nosotros, los pobres que “no entienden el arte”, me veo ante la imperiosa necesidad de escupir de una sola vez un grito que me haga temblar la tierra, que me sobresalte, que me aleje un poco de todo esto del ser y no ser. Un grito... artístico (¡JA!)... un...

NOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOO
OOOOOARRRRRRRRRRRRRGGGGGGGGGGGGGHNOOOOOOOOO
YBASTAAAAAAAAAAAQUEMEIMPORTAAAAAAAAAASISIENTOQUENO!
ESLOQUESIENTOYPORQUENOLOVOYADECIREHPORQUENOPORQUENO
SISILODIGOYLODIGOASI:NOOOOOOOOO!!

Resulta que un mounstruo anónimo pero sin duda conocido empieza a crecer y crecer y buscar por uno y por otro lado establecer normas, reglas, pautas, sobre qué es lo que "se puede" decir y qué es lo que no. A lo largo de su cabeza amorfa se ahogan millones bocas devoradoras de espacios, de palabras, de sentimientos autóctonos, y otros tantos etcéteras tan valuables, sanos y preciosos del ser humano, haciendo particular incapié en la melodía, el acompañamiento, el trazo, la letra, la silueta, la forma, el trasto incrustado en la pared, la estaca clavada el espejo, el perro que dejan morir en esa "puesta" (ahí sí todos coincidieron parece ser) y de otros tantos etcéteras... es decir: en el "arte".

Bueno BASTA.

A mí esto me parece una porquería. Me lo mostrás y me parece que alguien se está riendo a carcajadas desde detrás de un telón espejado. Y no veo por qué, por qué, por qué, no podría decirlo.


miércoles, abril 01, 2009

Conocimiento

El niño miraba absorto a los ojos del profesor. El profesor decía el cómo y el cuándo de ciertas cosas. Y el qué también, por supuesto. En un enrevesado juego de palabras sabias, un engendro amorfo de color rojizo iba exigiendo aire, robando aire desde la boca del alto-parlante. Un gas nítido y opaco empezaba a hacer las veces de atmósfera, entrelazándose ingeniosamente en la mirada del niño. Su concentración precoz y su avidez de saber lo tenían admirado (peligroso estado emocional que nos abre sin pedir permiso).
Un tiempo después, el niño había cambiado: seguía sentado en el aula, en el mismo pupitre, pero tenía rasgos mucho más definidos. Había algunas cicatrices desperdigadas por su cara y su cuerpo, aunque parecían ajenas, como si no fueran suyas. Había ladrillos, montones de ladrillos apilados en perfecto orden a su alrededor: por detrás, por delante (con justo un espacio suficiente como para ver a la boca poderosa), por los costados. El techo no alcanzaba a verse porque allí flotaba el gas sinuoso que de un momento a otro apareciera de la nada. Pensó en Miguel, su compañero de siempre, su amigo del alma. Miró a la derecha y se lo imaginó un poco más allá.
Miguel por su parte, miraba a Alejandro, tan ensimismado que no le respondía a una sola de sus bromas. Desde que el profesor había empezado a hablar la comunicación se había perdido, si bien a él también le interesaba lo que estaba diciendo. Escuchaba el dictamen a medias. Agarraba pedacitos, los golpeaba, los amasaba, los daba vuelta, les hacía burla, se les reía, los atornillaba, los zarandeaba y a algunos los aceptaba (pero nunca sin antes haberlos sometido a alguno de sus procesos). Así había logrado imaginar cómo iba a concebir el magnífico invento de la semana pasada, cómo arreglar el karting, cómo charlar con su papá, y cómo molestar a su hermana.
Y a pesar de haber pasado el mismo tiempo allí que Alejandro, la piel de Miguel era tersa. No había cicatrices ni rasguños ni rasgos muy marcados: todavía no había probado nada de todo lo que se le había ocurrido.