miércoles, abril 01, 2009

Conocimiento

El niño miraba absorto a los ojos del profesor. El profesor decía el cómo y el cuándo de ciertas cosas. Y el qué también, por supuesto. En un enrevesado juego de palabras sabias, un engendro amorfo de color rojizo iba exigiendo aire, robando aire desde la boca del alto-parlante. Un gas nítido y opaco empezaba a hacer las veces de atmósfera, entrelazándose ingeniosamente en la mirada del niño. Su concentración precoz y su avidez de saber lo tenían admirado (peligroso estado emocional que nos abre sin pedir permiso).
Un tiempo después, el niño había cambiado: seguía sentado en el aula, en el mismo pupitre, pero tenía rasgos mucho más definidos. Había algunas cicatrices desperdigadas por su cara y su cuerpo, aunque parecían ajenas, como si no fueran suyas. Había ladrillos, montones de ladrillos apilados en perfecto orden a su alrededor: por detrás, por delante (con justo un espacio suficiente como para ver a la boca poderosa), por los costados. El techo no alcanzaba a verse porque allí flotaba el gas sinuoso que de un momento a otro apareciera de la nada. Pensó en Miguel, su compañero de siempre, su amigo del alma. Miró a la derecha y se lo imaginó un poco más allá.
Miguel por su parte, miraba a Alejandro, tan ensimismado que no le respondía a una sola de sus bromas. Desde que el profesor había empezado a hablar la comunicación se había perdido, si bien a él también le interesaba lo que estaba diciendo. Escuchaba el dictamen a medias. Agarraba pedacitos, los golpeaba, los amasaba, los daba vuelta, les hacía burla, se les reía, los atornillaba, los zarandeaba y a algunos los aceptaba (pero nunca sin antes haberlos sometido a alguno de sus procesos). Así había logrado imaginar cómo iba a concebir el magnífico invento de la semana pasada, cómo arreglar el karting, cómo charlar con su papá, y cómo molestar a su hermana.
Y a pesar de haber pasado el mismo tiempo allí que Alejandro, la piel de Miguel era tersa. No había cicatrices ni rasguños ni rasgos muy marcados: todavía no había probado nada de todo lo que se le había ocurrido.

2 comentarios:

Bagre de Acero dijo...

Me encantó la referencia a la admiración como "peligroso estado emocional que nos abre sin pedir permiso". Le cuento que siempre prefiero tener arrugas, y que los miguelitos que están del otro lado de los ladrillos no tienen idea de qué se pierden.

D'Artagnan dijo...

jajaja es usted un verdadero subversivo Gäärco. Me alegra que le haya gustado algo del post. Espero verlo seguido! (le sube el rango a mi blog que un phd lo ande leyendo ;-)). Cordiales saludos!