lunes, febrero 26, 2007

Mensajeros

En esta guerra que sucedía no sé dónde, existían soldados mensajeros. Su tarea era básicamente, atravesar los campos atiborrados de peligros y promesas de muerte para llevar a sus escuadrones las últimas nuevas respecto del estado en que se encontraban a nivel estratégico y general. Podían avisar que el enemigo se avecinaba por algún flanco para prevenir la emboscada. Podían traer instrucciones sobre la ubicación que les sería idónea para neutralizar al avanzante peligro. O bien podían dictaminar que era momento de correr. Que ya no quedaba nada por hacer. Que la esperanza ciega que existía todavía (quizás) en los corazones de los jóvenes que sostenían firmes sus fusiles, era frívola y carecía de sentido alguno.
Estas, por supuesto, eran las peores noticias. Eran las noticias que hacían dudar a los mensajeros. Las que los dejaban pensando que quizás sería mejor morir en el trayecto que llegar a destino. Los mensajeros sentían una tremenda culpa cuando pensaban en la delegación de tales mensajes, pensaban que eran ellos los responsables de que tal situación sea ya irrefutable y una vez que dijeran lo que tuvieran que decir, todos entenderían que eran los dueños del mal presagio. Y tenían miedo de cambiar el destino si no lo entregaban y si lo hacían tenían miedo de correr y morir cargando a cuestas el dolor de miles de soldados que morirían a la par mirándolos con rabia y ya sería demasiado tarde para volver corriendo a su encrucijada y tomar el otro camino y ver qué sucedía. Dudaban entonces. Mucho. ¿Cómo sufrirían menos sus compañeros? ¿Sabiendo la verdad y tratando de escapar a lo inevitable o atados a una ilusión imaginaria que mantuviera sus últimos días con el fulgor de una esperanza inexistente? Ellos de cualquier manera, sufrían. Pero cuando no decían nada se quedaban a pelear una batalla perdida. Estirando su infinita agonía hasta el momento en que lo que estaba sucediendo era por fin, evidente para todos.
Peligroso cóctel de miedo, culpa y dudas.


Dañino, más bien.

miércoles, febrero 07, 2007

Necesito

Necesito un paraguas. Hace rato que el mío anda quebrajeado y roto y ya me da vergüenza abrir tan insulsa defensa a la lluvia en los días plomizos.
Necesito saber afinar un piano. Resulta que mis pianos hace rato que andan desafinados (se pusieron de acuerdo), y no cualquiera los sabe afinar.
Necesito un poco de concentración porque estudiar se me está tornando difícil, y los tiempos se hacen cortos, y como dice Drexler "el que no lo sepa ya, lo aprenderá deprisa: la vida no para, no espera, no avisa"
Necesito una historia de amor con final feliz.
Bah, reformulo: Necesito una historia de amor feliz.

jueves, febrero 01, 2007

Cosas de la vida

El hombre conoció a la mujer de su vida a los 16 años más o menos. El estudiaba en un colegio militar. Ella en un colegio sólo de mujeres. No recuerdo bien cómo se conocieron, pero desde que se vieron padecieron de una sensación extraña y maravillosa, de ese esplendoroso ímpetu y de un monstruoso querer sin explicaciones. Amor a primera vista.
Pero como no podía ser de otra manera en estas historias ya sean verídicas o inciertas, los padres de la dama no aceptaban pretendientes a esa edad.
Las cartas se convirtieron en un medio de comunicación lo suficientemente expresivo como para conocerse y enamorarse más aún. Decenas de cartas. Miles de cartas. Las citas que concertaban consistían simplemente en llamarse por teléfono para saber dónde iba a ir ella con su madre. El nomás iba a observarla desde lejos, y si tenían suerte y ella también lo veía, la complicidad de un saludo a escondidas era la mayor de las aventuras y la más increíble muestra de amor y gratitud.
Un poco más tarde en esta historia, la familia de la niña decidió mudarse a otro continente, y las lágrimas rebalsaron los corazones de ambos al saber de esta noticia. El tiempo pasó, y amalgamó, y transformó. Las vidas de ambos se distanciaron y fueron predeciblemente parecidas. El se casó. Ella también. Tuvieron hijos. Amaron. Trabajaron. Y en todo ese tiempo no dejaron nunca de extrañarse. Ella le habló para cada cumpleaños durante más de 15 años. Fue entonces que por razones de negocios el tuvo que viajar a un país cercano al que habitaba la dama, y por supuesto, no pudo evitar ir a visitarla. Fue extraño: sus cuerpos habían cambiado, sus caras, sus vivencias. Sus ojos contaban muchas cosas, muy distintas. Pero aún así, la
inmensa pasión que habían engendrado tantos años antes brillaba en sus caras al mirarse. Después de esa intensa espera, y con muy pocas palabras de por medio, se amaron. Se amaron muchísimo. Y ella le ofreció su vida en una bandeja de plata, y su corazón en un cofre sin llave. Y él se sintió acorralado por la indecisión y corrió sin saber qué responder. Volvió a su esposa, y se separó. Volvió a su esposo, y lloró.
El tiempo volvió a correr y ellos se encontraron alguna otra vez, pero él nunca supo que responder ante la ofrenda que se le servía, y finalmente se dejaron de avasallar con incomprensiones y vivieron con la vida que de alguna forma habían elegido.
Ambos se recuerdan con inmenso cariño, y quizás de haber elegido estar juntos hubieran vivido una hermosísima historia de amor. Pero parece que las historias son poco interesantes si no contienen a la tristeza, y quizás por eso cada uno eligió ser menos feliz de lo que podía. ¿Al final quién sabe por qué suceden las cosas?... ¿por qué dudamos? ¿por qué elegimos mal?
En un terrible momento de incomprensión total, y de certera incertidumbre, se podría decir: "son cosas de la vida". En algún otro momento se podría simplemente aceptar: El amor es incomprensible.