En esta guerra que sucedía no sé dónde, existían soldados mensajeros. Su tarea era básicamente, atravesar los campos atiborrados de peligros y promesas de muerte para llevar a sus escuadrones las últimas nuevas respecto del estado en que se encontraban a nivel estratégico y general. Podían avisar que el enemigo se avecinaba por algún flanco para prevenir la emboscada. Podían traer instrucciones sobre la ubicación que les sería idónea para neutralizar al avanzante peligro. O bien podían dictaminar que era momento de correr. Que ya no quedaba nada por hacer. Que la esperanza ciega que existía todavía (quizás) en los corazones de los jóvenes que sostenían firmes sus fusiles, era frívola y carecía de sentido alguno.
Estas, por supuesto, eran las peores noticias. Eran las noticias que hacían dudar a los mensajeros. Las que los dejaban pensando que quizás sería mejor morir en el trayecto que llegar a destino. Los mensajeros sentían una tremenda culpa cuando pensaban en la delegación de tales mensajes, pensaban que eran ellos los responsables de que tal situación sea ya irrefutable y una vez que dijeran lo que tuvieran que decir, todos entenderían que eran los dueños del mal presagio. Y tenían miedo de cambiar el destino si no lo entregaban y si lo hacían tenían miedo de correr y morir cargando a cuestas el dolor de miles de soldados que morirían a la par mirándolos con rabia y ya sería demasiado tarde para volver corriendo a su encrucijada y tomar el otro camino y ver qué sucedía. Dudaban entonces. Mucho. ¿Cómo sufrirían menos sus compañeros? ¿Sabiendo la verdad y tratando de escapar a lo inevitable o atados a una ilusión imaginaria que mantuviera sus últimos días con el fulgor de una esperanza inexistente? Ellos de cualquier manera, sufrían. Pero cuando no decían nada se quedaban a pelear una batalla perdida. Estirando su infinita agonía hasta el momento en que lo que estaba sucediendo era por fin, evidente para todos.
Peligroso cóctel de miedo, culpa y dudas.
Dañino, más bien.
Estas, por supuesto, eran las peores noticias. Eran las noticias que hacían dudar a los mensajeros. Las que los dejaban pensando que quizás sería mejor morir en el trayecto que llegar a destino. Los mensajeros sentían una tremenda culpa cuando pensaban en la delegación de tales mensajes, pensaban que eran ellos los responsables de que tal situación sea ya irrefutable y una vez que dijeran lo que tuvieran que decir, todos entenderían que eran los dueños del mal presagio. Y tenían miedo de cambiar el destino si no lo entregaban y si lo hacían tenían miedo de correr y morir cargando a cuestas el dolor de miles de soldados que morirían a la par mirándolos con rabia y ya sería demasiado tarde para volver corriendo a su encrucijada y tomar el otro camino y ver qué sucedía. Dudaban entonces. Mucho. ¿Cómo sufrirían menos sus compañeros? ¿Sabiendo la verdad y tratando de escapar a lo inevitable o atados a una ilusión imaginaria que mantuviera sus últimos días con el fulgor de una esperanza inexistente? Ellos de cualquier manera, sufrían. Pero cuando no decían nada se quedaban a pelear una batalla perdida. Estirando su infinita agonía hasta el momento en que lo que estaba sucediendo era por fin, evidente para todos.
Peligroso cóctel de miedo, culpa y dudas.
Dañino, más bien.